Vous êtes ici : Accueil » Cartes blanches
Objet : MADRE MIA. Don Domingo, que viva por los siglos y que Dios lo haga un santo ! En mérito a ello, aqui le hago llegar esta evocacion de mi querida Madre. Soñando que pudieras publicarlo. Abrazos desde la siempre bella Paris. Gregorio. (janvier 2020)
Quiero evocar la memoria de mi madre tan querida. Necesito arrancarme la espina que se atravesó en mi pecho a los nueve años de edad, y que ha impedido hasta hoy poder amar a otra mujer. La imagen más terrible es la de ella, mi mamá, encerrada en un féretro, negro, como se estipulaba en aquellos años. Alguien me alzó hasta ella y la vi allí adentro, tras un cristal ovalado, yaciente, inerte, pálida, delgadísima, y no comprendí. ¿Qué tenía que comprender ? ¿Que aquella persona que me había amado y mimado y cuidado durante todos y cada uno de mis breves días de existencia, no respondía más a mis pedidos, a mis llantos, a mis caricias ? ¿Podía acaso aceptar yo que no se levantase y me tomase entre sus brazos y colmarme de besos y palabras amorosas, como había sido la realidad hasta aquel día ? Había mucha gente en la casona. La larga galería donde cantaban aún los canaritos que ella había traído y cuidado, los geranios de diversos colores que ella había regado cada día, cantando valsecitos criollos, riendo, jugando con mi hermana Mari - ambas se entendían tan bien - enfin, todo seguía viviendo excepto ella. Hubo una negación en mi corazón. Y me dije : esa persona que está ahí encerrada, amurallada entre maderas sombríamente lustrosas, no es mi madre. Mi mamita está en otra parte, ella jamás habría aceptado ser puesta allí dentro, sabiendo que su hijo, Goyito, su adorado hijito, la está llamando, la está necesitando mucho más de lo que ella, en toda su bondad, es capaz de imaginar. Me veo entonces sentado en las rodillas de mi padre, pidiéndole que me dejara ir con mis primos a su casa, a pasar unos días en Guaymallén, donde tantas veces había ido ya ; donde jugábamos à la pelota y a andar en zancos. Oí entonces la voz de mi padre, voz débil, apagada, si la comparaba con su voz potente de cada día. Esa voz hablaba para ella misma, mientras los brazos de mi padre me apretaban contra su pecho y su mejilla quemaba mi mejilla al balancearse lentamente : No, mijito, no abandone ahora a su papá. Su papá ahora está muy solo.
La gente iba y venía, habían cubierto el féretro con coronas de flores. Recuerdo a mis tres hermanas, yendo y viniendo, sirviendo anís y café y sólo sé que mi vecinita, Mirta, estaba también allí, jugando con otros niños. Y como ella era mi noviecita, yo quería hacerle un ramito con las flores que habían quedado dispersas por el suelo. Ya que mi madre había sido levantada en vilo por los hombres y llevada en andas por la calle, hasta depositarla en aquella carroza negra, con caballos negros y lustrosos, conducida por hombres vestidos de traje negro, galera negra y rostros severos. Aún escucho los pasos de los caballos y la gente arrancando en coches a motor, en coches a caballo, y el largo cortejo a pie que seguía la carroza. Entonces, como no era mi madre la que partía, regresé a construir mis ramilletes de flores, en medio de un vacío tan enorme que no cabría en el universo entero. Pero yo no tenía que sentir ese vacío, no habían motivos : mi madre seguía por ahí, esa criollita de pura cepa junto a mi, siempre en mi, adentro mío. La otra, esa mujer pálida, inerte, atrapada en ese cajón de madera, nada tenía que ver con aquella que me había traído al mundo, que me contaba historias antes de dormirme abrazado a ella, o apoyando mi cabecita en su brazo. No había comparación alguna. Eran dos realidades irreconciliables. Y ella aceptó, ahora lo sé con precisión : ella se negó a dejarse encerrar y vino a instalarse en mi pecho, y tanto le gustó ese lugar, que jamás, durante toda mi vida, dejó que otra mujer entrase allí.
Luego de aquel terrible día, las imágenes de mi madre viva me abandonaron poco a poco. Recuerdo tan sólo que habían quedado algunos vestidos suyos en el ropero, algún par de zapatos, una piel zorro con la que ella envolvía su cuello. Creo haber oído su risa, sus bromas, me parece que la escuché llamarme por mi nombre, con aquella ternura incomparable, y decirme que era hora de abandonar los volantines, las bolitas, las escondidas, y tomar un baño caliente en la tina antes de dormir. Yo le respondía, pero, yo no estoy cansado, mamá. Para ella comentar : Él nunca está cansado. Dichosa criatura. Pero su mamá sí que está cansada, mijito lindo, y tiene que acostarse, ya que mañana es otro día, y sus días comienzan muy temprano. ¿Cómo podía saber yo que el cuidado de mis hermanas, de mí, de la casa y del negocio, le cargaban tanto sus frágiles espaldas como los riñones potentes de mi padre. También había quedado, polvoriento, su mandolín. Porque es bueno que sepan, mis amigos, que mi madre tocaba el mandolín. Guillermo, mi primo nacido en Milano, le había enseñando a tocar y cantaban a dúo canzonetas napolitanas. Muchas veces los ví ensayar, riendo, bromeando, haciendo pausas para tomar algún que otro mate caliente, para luego mostrar sus talentos en alguna fiesta familiar. Y qué bonita era mi mamacita con aquel mandolín entre los brazos, cómo su rostro, igualando en lozanía nuestra tierra mendocina donde ella nació y creció ; y cómo sus ojos se encendían, cómo sus mejillas se empurpuraban al lanzar aquellas notas cargadas de nostalgia. También solían interpretar valcesitos criollos y peruanos, algún tango de los comienzos, letras sufridas a finales de siglo, cuando los emigrantes lloraban sus patrias perdidas y el tango era el cauce por el que rodaban remordimientos, esperanzas, rencores, ansias de morir, de amar.
El vestido que quedó colgado en el ropero era de seda negra con pintitas blancas. Ahora que lo evoco, sentado en mi cuarto parisino, comprendo que he vestido a mi madre, en mi imaginación, desde mi infancia, con ese vestididito de seda negra con pintas blancas. Le puse aquellos zapatos que también quedaron en el ropero, sin jamás rodear su cuello con el zorrito ese, cuya boca se abría para morder su cola, sosteniéndose así alrededor de la garganta de la mujer más amada por mí. El mandolín, un vecino, al oírme comentar acerca de él, me pidió que se lo enseñara, y se quedó con él. Qué crimen cometió ese hombre ! Espero que los años, su muerte y su caminata por los purgatorios, hayan borrado esa infamia de su mente. Porque le robó a un niño el recuerdo más sagrado de su madre muerta. Si ahora yo tuviese ese mandolín conmigo, le compraría cuerdas, lo haría afinar, y rasgaría sus cuerdas alguna que otra noche, para propiciar el regreso de mi madre hasta mi cuarto parisino y murmurarme alguna canzoneta napolitana, o contarme alguno de aquellos cuentos que tanto me gustaban y en cuyas profundidades me hundían los sueños.
Había una vez un niño que quería subir hasta la luna. Su mamá le dijo que suspirarara fuertemente y se colgara de la colita del suspiro. Asi lo hizo en chico y se halló a un metro de altura. Suspira nuevmente, le dijo su mamá y esta vez el niño subió cinco metros ; el tercero lo llevó a cincuenta y el cuarto ya lo propulsó hasta las nubes. Sigue suspirando ! Le gritó su mamá, la luna no está lejos. Y así siguió, suspirando y subiendo, subiendo y suspirando, hasta llegar a la luna. Desde allá le hizo señas a su madre, lanzándole besitos con las manos…
Todo eso se lo tragó el tiempo. Se apagaron entonces las canzonetas en italiano, se fué el mandolín ventrudo con rayitas blancas. Guillermo no regresó a casa, no cantó más a dúo con mi madre. Todo se lo había llevado aquella mujer de la carroza. Y la vida que quedó en la casona sólo fué ceniza apagada. La enfermedad de Esthercita había arruinado a Vicente. Él, que había logrado levantar una modesta fortuna, tuvo que vender prácticamente todo, endeudándose otro tanto. Para pagar el hospital, para dar propinas a las enfermeras, para hacer venir medicamentos de los Estados Unidos y coimear médicos y enfermeros. Yo quedé con un pantalón para los domingos, unos zapatos para la misa y algunas fiestecitas, más una camisa azul de salir. Mis hermanitas, no he pensado en ellas hasta hoy, también debieron reducir sus enseres al máximo. Pero lo peor fue la tristeza adherida a las paredes, las palmeras, la galería, las habitaciones. El luto riguroso durante dos años, transformó la apariencia de mis hermanas, yo y papá llevábamos una banda negra en el brazo, no se podía escuchar música, salvo música sacra, nadie cantaba ni bailaba, no se escucharon más los radioteatros que tanto animaban las veladas en que mamá, cual gallina clueca reunía la familia y las vecinas alrededor del brasero, cebando mates, friendo sopaipillas que embadurnadas de miel nos hacían relamer los labios, mientras que algunas lágrimas sensibleras, acompañaban los lloriqueos de los actores. Mi padre quedó huérfano en la flor de la edad. ¿Cómo podía saber yo lo tremendo que eso era para él ? Y entonces dejé de quererlo. ¿Por qué ? ¿Quién podría explicarlo ? Quizas él no cuidó a mi madre como debía ? Pero si era él quien nos llevaba el desayuno a la cama, que nos arropaba antes de dormir, diciéndonos de estirar las piernas ya que durmiendo encogidos no creceríamos más ; él, que era nuesta madre y nuestro padre a la vez, que trabajaba día y noche por nosotros, que soportó su soledad durante años por no darnos un disgust, como alguna vez oí decir. Ese hombre, que podría haber rehecho su vida, se sacrificó por sus cuatro hijos. Une mujer vino un día a casa, varios años más tarde. Era una médica de la ciudad, muy elegante y hermoza. Tan sólo vino un día y nunca más regresó. Más tarde supe que mi hermana Mari le había dicho a mi padre : Si ella viene aquí, yo me voy. Y mi padre no se casó con ella por no apenarnos. Yo la quise a esa mujer, tenía algo quizás que me recordaba a mi Estercita. Se trataba de una hija de emigrantes italianos. Sus ojos eran grandes, vivaces, caminaba desplazando todo su cuerpo, de vez en cuando arrojaba sus cabellos renegridos hacia atrás, en un gesto mécanico pero elegante ; hablaba franca y directamente. Mi padre la escuchaba y nos miraba a cada uno de nosotros, tratando de adivinar nuestros sentimientos. Yo me dije que esa hermosa mujer no podía competir con la Estercita que vivía en mi pecho. Y acepté que mi padre la amase y que ella amase a mi papá. Y Vicente era buen mozo, de gran fuerza física, simpático, de un caracter abrupto, pasando de la ternura extrema a la cólera furibunda, pero siempre tierno, hasta el exceso, con sus hijos. Libanés sentimental, añorando su país natal y previendo un viaje cada año, para ver a su familia. Pero cada año postergándolo hasta el año siguiente. Hasta que la vida lo convirtió en un anciano y entonces dijo un día mientras almorzábamos : Y bueno, ya es tarde. Mis padres hace tiempo que partieron, mis primos se han muerto, tal vez. Yo soy un extraño allá. Y mirándonos, a nosotros, sus hijos argentinos, esperando ansiosos su conclusión, nos dijo : Mi vida está aquí, con ustedes, mis hijitos queridos. Y el Líbano desapareció de su palabras, tal vez también de su memoria, y todo aquel lejano país de los cedros, se trasladó en su mente a Mendoza. En sus relatos sobre su niñez en las montañas frente al mar, se mezclaban las aventuras vividas en Mendoza, cuando llegó a los catorce años, huyendo de las razzias del ejército turco, que buscaba carne de cañón para su primera guerra mundial. Una anécdota regresaba obstinadamente a su mente : aquella del peral en una de las terrazas que daban al mar.
Yo tenía doce años y me padre me pidió que buscara peras para la merienda. Trepé al peral y al bajar me quedé dormido, apoyado en el tronco del arbol. Viendo que ya oscurecía mis padres se asustaron y fueron a buscarme, pero era tan profundo mi sueño que no lograron despertarme. Entonces llamaron a un vecino que era adivino y él les dijo que yo había vivido algo magnífico durante el sueño y que esa visión me destinaba a hacer algo grande, un acto muy importante en mi vida. Pero que esa hazaña, si yo la vivía en el Líbano, tendría que pagarla con mi vida. Aterrados, entonces y muy tristes, mis padres me llevaron al barco y me enviaron a Argentina.
Mari siempre amó y cuidó a nuestro padre, hasta el último momento de su vida. En cuanto a mí, siempre traté de ayudarlo desde Francia, para que nada llegase a faltarle.
Papá solía sentarse en la vereda al caer el día. Los vecinos lo saludaban, o consideraban con él algunos aspectos de la vida en este mundo. En un crepúsculo de esos, Mari, al ver que las sombras llegaban, se alarmó y fué a buscarlo para la cena. Mi padre tenía ochenta y siete años, apoyaba un brazo en una pequeña mesita, que era como su humilde trono. Mari se le acercó…
- Papá, vamos a comer, ya es tarde…
Pero esta vez Papá Vicente dormía para siempre, con un apacible semblante. Por sus ojos cerrados debían desfilar los principales acontecimientos de su vida. En sus labios, un sereno sonreír.
Recuerdo que una noche, en París, me desperté sobresaltado. Al incorporarme en la cama, vi que mi padre estaba ahí. De pie. Frente a mi. Me dije : Es una alucinación y cerrando los ojos volví a hundirme en los almohadones. Pero regresé. Y lo miré. Vicente seguía ahí, no era un delirio. Me miraba con ojos claros, expresando una inmensa compasión. Poco a poco fui aceptando esa realidad y se me corrían las lágrimas. El día anterior había recibido un telegrama de Mari anunciándome su deceso. Entonces comprendí : mi padre, antes de marcharse para siempre, había querido ver a su hijo por una última vez. Pero, de pronto, me hallaba nuevamente acostadodo de espaldas, empezando esta vez a levitar. A medida que subía acercándome al techo, veía que era de piedra, como la cúpula de una iglesia. Y yo subía y subía por el aire, ahora erguido, aterrado porque mi cabeza estallaría contra los bloques. Pero al llegar a ellos, la bóveda explotó, desparramando los restos por el aire. Yo ascendía y ascendía, entonces, en el espacio. Un cielo de estrellas, resplandeciente, me recibía.
Al dia siguiente partí hacia la Abadía de Solesmes. En ese monasterio benedictino, pude vivir, protegido, durante una semana. Mis conversaciones con el hermano prior me permitiron recapitular gran parte de los años de mi vida. Cómo se puede vivir a veces sin guardar el menor recuerdo de lo vivido ! Como si un piadoso olvido nos protegiera de la inclemencia del pasado. Fui recapitulando los años y días de mi niñez, cuando don Vicente me esperaba con los brazos abiertos al salir de la escuela. Diez u once años tendría, en los que aún campeaban la tristeza, los dolores de la ausencia de mamá. Entonces, cuando sonaba la campana anunciando el final de los cursos, sin esperar que los otros alumnos formaran filas bajo el corredor, yo salía escapado hacia la casa, sabiendo que papá Vicente me esperaría con los brazos abiertos para lanzarme al espacio y yo reír de alegria. Pero un día, el señor director me atrapó cuando huía ; me retorció una oreja, al tiempo que me daba coscorrones diciéndome : Hay que obedecer ! Me entiende, señorito ? Usted es un mal alumno, usted no respeta a nadie, se marcha de la escuela cuando se le da la gana, antes que suene la campana de salida, al tiempo que me arrastraba alrededor de un jardincito en medio del patio. Los otros alumnos, formados en fila, me miraban. Yo quería morirme, porque sabia que ya nunca más volvería a correr hacia mi padre esperándome con los brazos abiertos para lanzarme al espacio ; riéndonos ; felices los dos.
Y los días continuaban, lentos, presurosos. Cuando se acercaba el domingo, yo sabía que mi tarea consistía en buscar menta junto al arroyo. Y había desarrollado un sexto sentido que me permitía distinguir la menta entre cientos de otros arbustos e hierbas salvajes. Sin necesidad de olerla, yo sabía esa era la menta que mi padre exigía para su plato dominical. El día anterior, entonces, partía en bicicleta hasta Guaymallén, donde un paisano libanés tenía un almacén y vendía el más prestigioso vergoul (trigo molido), de la región. Feliz pedaleaba mis doce kilómetros, para regeresar triunfante con aquel oro de los campos envuelto en una servilleta. Mi padre, al verme llegar exclamaba : ¡Lindo muchacho ! Y yo sabía que todos en casa me admiraban.
Papá Vicente hacía queppe niye para nosotros y el Líbano regresaba ruidosamente a la cocina. Él molía la carne en un enorme mortero de piedra, haciendo saltar pedacitos de carne que iban a adherierse en las paredes. Luego pasaba un cuchillo filoso entre la masa de carne molida, sacando fuera los nervios, los restos de grasa. Acabado ésto introducía las cebollas, la menta fresca, perejil, especias, y seguía golpeando hasta que nosotros, sus polluelos, veníamos a pedirle un bocadito. Recibíamos entonces, de sus manos, aquel regalo de carne perfumada y lo comíamos golosamente, allí, junto a él, ese hombrote riendo al vernos engullir, como pollitos, justamente.
Luego venía la majamza, una fritanga parecida a las frituras andaluzas. Y me pregunto si ese delicioso plato de Málaga, o de Almería, no provenía de la época en que los Árabes poblaban aquellas tierras. La gran sartén recibía los pedazos de grasa sacadas a la carne y chirriaban hasta abandonar todo el aceite que contenían. Entonces se arrojaban al líquido hirviente, la cebolla, el tomate, chicharrones, ají molido, tomillo, sal y trocitos de pimiento verde. Regresan entonces los pollitos a mojar con pedacitos de pan aquella salsa deliciosa y resolplándola, meterla en sus boquitas voraces, junto al patriarca miránolos y riendo satisfecho. Entonces mi padre gritaba a la mesa !, y mis hermanas y yo corríamos a colocar el gran mantel, y las sillas, para nosotros y los invitados, sobre todo para mi tío Menaín, tío adorado por todos nosotros. Y llegaban las bolas de queppe, y la sartén hirviendo se posaba en medio de la mesa, las tortas de carne y trigo sazonadas se abrían y allí dentro venía la majamza. Qué festín, que linda familia aquella, donde sólo faltaba el alma misma de toda la casa, nuestra madre. Pero ese padre que teníamos, con su vozarrón, con su ternura de niño, nos embaucaba de tal manera que olvidábamos que alguien esencial faltaba aquel domingo. Al llegar los postres con el café, nuestro tío nos hacía una guiñada y mi Hermana Nelly decía : Papá, nos deja ir al cine ? Y antes que mi padre pudiese responder, tío Menaín, que ya había preparado todo, sacaba unos pesos del bolsillo y nos los tendía diciendo : Claro mijita, vaya con sus hermanos. Y ese gesto daba por culminado el almuerzo dominical, coronado por la algarabía de cuatro mocositos coriendo de un lado a otro, poniéndose las camperas, los zapatos de domingo, peinándose a toda carrera, gritando, para salir escapados hacia el cine del Bermejo, pueblo vecino de Algarrobal. Caminabamos casi corriendo los tres kilómetros, para enfrascarnos en aquellas joyas de Hollywood, que llegaban, vaya a saber por qué tortuosos caminos, desde California hasta el cine bermejino. Los cortes en medio de la proyección eran frecuentes, pero para nosotros eran excusas para engullir otro caramelo, o descubrir quienes eran esas sombras que nos rodeaban.
En aquellos tiempos, recapitulo ahora, debo haber visto películas como Lo que el viento se llevó, Tarzán de los monos, Tiempos modernos de Chaplin. Luego, entre los coboy y las películas de amor, había un intervalo, que nos autorizaba a comprar una narangina en el bar, agotando enteramente el legado del tío Menaín. De regreso, caminando displicentes bajo los plátanos, comentábamos tal o cual escena, yo prefiriendo los tiroteos de aquellos vaqueros del Far West ; mis hermanas relamiéndose los labios al pensar en Tirone Power, Gregory Peck, Rock Hudson. Hasta que la nochecita nos llevaba suavemente hacia la cama. Hacia el sueño en que yo rencontraba a mi madrecita, silenciosa en mi pecho. En su casa ! Y yo le contaba las películas, lo rico que había estado el queppe y la majamza, y con cuanta fuerza y decisión había pedaleado el día anterior para comprar el bergul y las mentas junto al arroyo.
Un día con mucho sol, corté un racimo de uvas negras en el parral de la casona. Era un racimo abigarrado, con granos firmes y repletos cuyos vientres se veían atravesados por una rayita blanca. Mamá estaba limpiando una de las jaulas de canarios. Me acerqué y le tendí el racimo. Gracias, mijito, me respondió, cómalo usted, yo no puedo comer uvas. Me quedé con la mano tendida, no me entraba en la cabecita que alguien no pudiese comer esa fruta maravillosa. Pero me hallé con sus ojos, apenados, mientras que sus manos acariciaban suavemente mi cabeza. Algo comprendí en ese momento : mi madrecita estaba enferma. De otra forma, por qué no podría comer uva, nosotros que vivíamos rodeados de viñas y parrales y lagares y bodegas con piletas repletas de vino de todo color y sabor ! Era como renunciar a la tierra, a la vida. Eso es, mamá estaba renunciando a la vida, desde ahí que me mirara como diciéndome adiós...
Mi madre vive en mi pecho, ya se los dije, lo que no les conté es que ella ha hecho un jardincito, muy parecido al que está en el patio de casa, salvo que allí las flores son de aire ; de aire blanco rodeadas de humo celestino. Y con sus manos de niebla ella las va cuidando, las va regando con sus canzonetas napolitanas, y me mira y sonríe, porque sabe que ese jardín es para su hijo. Y que ella, que partió hace tantos años, me lo ha dejado para que yo, al oler el perfume de las flores blancas, recuerde el perfume de su boca cuando me contaba historias antes de dormir. Y también porque la blancura de las azucenas es idéntica a la palidez de su rostro cuando entró en coma. Estaba tan blanquita y delgada, sus cabellos negros se habían blanqueado a tal punto que no quedaba ni uno solo que fuese oscuro. Como si una nieve venida desde la muerte los hubiera pintado hasta la raíz. Sentada en la cama, rodeada de almohadones, ya que tantos meses acostada le habían llagado las piernas, miraba hacia el vacío. Mari me tomó de la mano y me llevó hasta ella. Mamá, es Gregorio, mamá. Goyito !…” Pero mamá no se volvió hacia su hijo, seguió flotando en un vacío sin límites. Yo sentí la espada de hielo entrar lentamente en mi alma. Mi madre no me reconocía. Ella, ¿cómo era posible ? Ella que me dio la vida, rechazaba a su hijo querido ? No es posible que me traicione de esa manera. Pero sí, mi mamacita adorada era totalmente indiferente a esa criatura de nueve años que venía a suplicarle un último cariño. Mari se le acercó e insistió : Esthercita, mamá, es Goyito... » El silencio de acero que me llegaba desde ella terminó por cimentar mi corazón. Una bola de hierro rodeó mi corazón y no lloré. No era más yo. Estaba y no estaba, el mundo acababa de paralizarse, la vida se me iba con ella. Mamá, no conocés más a tu Gregorito, está aquí, miralo... Fui retrocediendo, no podía soportarlo más. En eso entró en la habitación el tío Menain y Mari se arrojó a sus brazos llorando. Entonces, ¿era verdad ? Mi madre se estaba muriendo. Me deslicé hasta el cuarto vecino y me arrojé de bruces en la cama. No pensaba en nada, nada hubiera podido entrar ni salir de mi cabecita estallada. Lloré sin llanto, sin sonido, mudo por dentro y por fuera. Escuchaba los zollozos de Mari y las palabaras de aliento de mi querido tío. La vida ya no tenía sentido, alguien se estaba muriendo en el cuarto vecino, y ese alguien era yo, puesto que yo vivía al interior de mi madre. Me asomé y la miré desde lejos. Que blanca estaba, qué palidez, qué hermosa era mi mamá. Mamá, mamá... Repetía mi cabeza sin que esa llamada saliese de mis labios, sin que llegara a mi corazón. Que estaba roto, quebrado por dentro.
- Mamá, ayúdame madre, estoy en París, tengo sesenta y cuatro años y estoy llorando tu muerte. Pero no te has muerto, ¿no es así ?
- Sí, sí, me responde la voz de mi cuerpo, tu madre murió, está enterrada en el cementrio de Las Heras, tú has visto el nicho y pusiste flores una vez.
- No ! me enojé, yo nunca fui al cementerio !
- Pero si fué ella quien partió en andas desde tu casa – insistía la voz. Ella fué la que viste en el féretro y no quisiste reconocer. Pero ahora que eres mayor, que estás lejos en el tiempo y en el espacio, es bueno que aceptes que tu madre murió, como mueren todos los seres humanos. Y eso ha de liberarte, podrás amar, por fin, a otra mujer, y tener hijos con ella. Porque tu mamá ya no cultiva el jardín en tu pecho. Tú mismo lo sentiste anteayer, cuando luego de escribir el primer capítulo de este cuento, saliste a la calle liberado, con el pecho vacío de pesares y repleto de cariño por esa mujer que hizo lo que pudo y murió lo mejor que su enfermedad se lo permitió. No la juzgues más ; ella no te abandonó, Gregorio, compréndelo. No se murió con el cáncer comiéndole el estómago por deseos de abandonar a su hijo pequeño. ¿Cómo has podido imaginar algo semejante ? Qué ingrato eres. Juzgar a una enferma, a una muerta !
Mamá regresó el año pasado, en una foto que Mari me envió. Está arrodillada en un reclinatorio para recibir la Primera Comunión. Vestida de blanco, con un rosario entre las manos, guantes blancos asidos por una de sus manos, mientras que la otra se apoya en el rellano de la silla. Sus manos son grandes, finas, de largos dedos delicados. Debe tener quince años, su mirada es la pureza misma, la inocencia. Su frente depejada. La miro y la vuelvo a mirar. Esa niña que es mi madre, podría ser ahora mi hija. Madre e hija, por qué me dejaron huérfano y solito en el mundo ? La he puesto en una mesita junto a la Virgen y les enciendo velas, ella también es una virgen, una santa. ¿Ves, mamá, cómo te idealizo, cómo idealizándote te obligo a regresar al jardín de mi pecho y esclavizarte allí, para que no seas de nadie, ni en la vida ni en la muerte. Para que todos lo que te recuerdan dejen de recordarte. Para que nadie pueda quererte como yo, ni venerarte, ni verte, ni hablarte, más que yo. El último viaje que hicimos juntos fue a Santiago de Chile. El médico dijo que el clima de Algarrobal era my seco para ella, el viento Zonda, caliente y polvoriento le afectaba los bronquios. Entonces el mar le haría bien. Y partimos a casa de tía Orfelina. Su marido, el tío Federico, nos llevaba a Carlitos y a mí, a la playa de Valparaíso. Y entonces sentí el olor del mar, el iodo impregnó mis labios para nunca jamás borrarse de ellos. Y a ese olor he de asociar toda la vida nuestro último viaje juntos. Porque al regresar a Mendoza caíste a la cama para no levantarte más. Y aquel mar no cumplió con su promesa ; no te sanó ; el iodo que tanto necesitabas sólo vino hasta mí, que podía vivir perfectamente sin él. Y vos, quien más lo necesitaba, se negó. Ah ! el mar.... el mar…
Tengo otras fotos de mamá, cuando adulta. En una de ellas está tomada del brazo de Renée, una prima, muy alta y esbelta como su tía Esther. Mamá llevaba el cabello recogido hacia atrás, una cartera suspendida a su brazo derecho, zapatos blancos y vestido veraniego. Todo en blanco y negro, ya que aún no existían las películas en colores. Detrás de ambas un sauce llorón se alza para caer parcimoniosamente hasta el suelo. El cielo, ese cielo mendocino siempre alto y azul, las rodea de un halo claro. He mirado tantas veces esa foto que creó haber percibido los momentos anteriores a la pose, y haber sido yo el que accionó el disparador de la cámara ; yo el que las vió a ambas sonrerír luego del fogonazo y reír abrazándose para acudir hacia mi y decirme ya eres un fotógrafo, Goyito... No puedo inventar recuerdos. Porque no recuerdo más escenas de mamá. Mi memoria decidió sepultar nueve años de vida junto a ella. ¿Dónde están esos recuerdos ? En algún rincón de mis manos, de mi alma, de mi tristeza, de mi cariño, de mi alegría, debe estar escondida mi mamá. ¿Qué me impide sacarlos a flote ? Miro a Elías, que vive con su mamá, tiene siete años y es más mi hijo que mi ahijadito. Él me dijo el otro día :
- No me gusta que mi mamá salga por la noche.
- ¿Por qué, Elías ?
- Porque se puede morir.
¿Cómo se va a morir, Elías, si es joven y te quiere mucho ? No tengas miedo. Yo te voy a decir una cosa, respondió el pequeño, acercándoseme :
- La madre de mi mamá se murió cuando ella tenía nueve años,
ah, qué tal ?
Trato entonces de calmarlo :
- Pero, mi Elías, eso fue en un accidente de automóvil. En aquellos años los coches no eran seguros, ahora...
- Sí, me respondió, pero a ella puede atropellarla un tren...
Es verdad, Claire y yo compartimos el mismo drama : nuestras madres nos dejaron a los nueve años. Terrible coincidencia. Y temo que algo le ocurra a Claire, porque me identifico con Elías. Y sé que si algo le ocurriese, Elías quebraría su vida, como yo la quebré.
En la escuela Algarrobal, mi maestra, la señorita Clelia Raso, cuando todos levantaban la mano para responder a alguna de sus preguntas, yo permanecía en silencio. Entonces un día me gritó :
- Y usted, señorito, siempre vagando ?
Y de pronto la clase quedó en silencio. La maestra se me acercó y me dijo :
- Perdóneme, niño... !
Entonces me vi a mi mismo. Claro, yo estaba vagando, era verdad, vagando en el vacío que dejó la ausente, vagando en la tristeza, vogando en el océano de la pena. Y nunca más me exigió nada. Y repetí el año. En casa nadie me pedía nada, mi padre, que siempre quería que le ayudase en sus negocios, se apiadó de mí. El chico no estaba bien. Y un día llamaron al doctor Gailac, que vivía en Bermejo. Vino a casa, Mari sacó una toallita blanca del cajón, bien planchada y olorosa y la puso en mi espaldita desnuda, para que el doctor escuchase los latidos de mi corazón, o los ruidos de mi respiración. Y entonces recetó reposo total. No tenía que hacer esfuerzos. Y tenía que alimentarme, sin falta ! ya que había dejado prácticamente de comer. En el hospital me pusieron inyecciones de calcio e hígado, andaba todo el día caminando de un lado a otro, sin que nadie me pidiese nada, era como un zombi, protegido hasta el extremo de no existir. Y un día que Olgui vino a desearme las buenas noches en la cama, me puse a llorar.
- Quiero morirme, le dije. Era tanta la tristeza, que quería seguir a mi madre hasta el cielo, hasta el desierto de la muerte, pero estar con ella. Olgui me acariciaba la cabeza, me apretaba las manos.
- Ya te vas a mejorar, si ya estás más gordo, tienes fuerza ahora y el mes que viene volverás a la escuela...
Y así fue, pasé el cuarto grado y al año siguiente comencé a estudiar en la ciudad, donde me aferré al afecto de mi madrina Ayiye de Mitre. Libanesa rozagante, risueña, generosa ; ella reemplazó en alguna medida el calor de mi madre. Al quedarme en el centro, luego de la clase matinal, iba a almorzar a su casa, y ella me mandaba comprar leche en un establo cerca de su casa, donde habían dos vacas y un ternerito. Regresaba con el tachito de dos litros repleto y merédábamos los tres, ella, yo y mi padrino José. Padrino que jamás tuvo el menor gesto de cariño conmigo. Ella sí, mi madrina me quería y yo la admiraba. Hasta que hubo un terremeto en San Juan y ella adoptó una huerfanita, llamada Negrita. Y Negrita acaparó el amor de mi madrina, que también me fué abandonando, hasta desinteresarse de mi. Cuando me operaron de apendicitis en el Hospital del Parque, al salir, no tenía en qué regresar a casa. Mi padrino, que tenía un auto no quiso venir a buscarme. Y entonces, con mi hermana Mari tomamos un autobús hasta el centro y luego el micro 41 que nos llevó a Algarrobal. Yo, con otra herida sin cicatrizar.
Mañana cumpliré ochenta y dos años. Estoy en mi bergerie llamada Croix de Bonnieux, en Luberón, rodeado de robles y lavandas. Coloco en la mesita las fotos de mamá, de papá y todas las viejas y queridas imágines de nuestra casa de Mendoza, en Argentina. Están también mis tres hermanas con sus familias, dos primos y varios vecinos. Pongo el disco de canto gregoriano en la abadía de Solesmes, donde suelo hacer retiros.
De pronto, siento que el espacio se dilata alrededor mío. Un serenidad invisible pero tangible me suspende en el espacio. Entonces comprendo que ese espacio maravilloso, es mi madre. Ella ha venido… desde tan lejos ! para decirme que me acompaña en esos momentos de evocación de la familia reunida. Y el llanto explota, me muerdo los labios para no gritar. Es verdad, es totalmente verdad que mi madre me rodea, sumergiéndome en una felicidad, tan inefable que enmudezco ; no me vuevo, por temor a que esa presencia se desvanezca. Pero, no, el aire denso y luminoso que me contiene, me confirma que mi madre nunca dejó de estar a mi lado, de permanecer en mí.
Ahora muchas cosas han cambiado. Particularmente mi sentimiento frente a la muerte ; que no ha de tardar. Y ya no es muerte, como tampoco es eternidad. Un querido amigo alemán, Peter, falleció hace dos meses y su esposa, Claudia, dispersó sus cenizas alrededor de gran roble que llamamos El Ancestro. Este hecho me hace reflexionar en lo efímero de nuestras vidas. Yo también dispersaré mis cenizas a los pies de Viejo Roble. Y miro mi cuerpo, con algunas ñañas más, aunque siempre fiel a la práctica del Tai Chi chuan, arte de combate venido desde los taoístas de la China. Durante mis meditaciones, la concentración se hace tan profunda que olvido que soy un simple bípedo y mamífero. Todo el cuerpo con su aliada la mente, se ausentan para que ensaye las bonanzas de la muerte. Ya no habrá mucha diferencia entre esta felicidad terrenal con la celestial. Ochenta y dos abriles es mucho tiempo, sobre todo cuando se han vivido a todo vapor. Una calma permanence entonces en mí, y más aún, cuando sé que volveré a ver mi querida mamacita, que seguramente ha de contarme historias del purgatorio, del cielo, de la Presencia divina.
Algarabía ! Aleluya !
Vivamos, amigos la Muerte,
capítulo luminoso de nuestras Vidas.
Rayos de sol sobre las aguas
La presencia de mi madre me rodea ahora, cual un espacio de amor.
Indefinida presencia que activa las células de mi alma.
Y ella ya venció la muerte ;
mejor aún, la hizo suya.
Reposo
Gozo de saberse inmerso en la duración y en el instante.
Fugaces ambos
cual rayos de sol sobre las aguas.
Eternos
como cada palabra que pronunciamos,
como cada imagen que vemos o soñamos,
como el silencio que materna el corazón
Y que late
Junto al palpitar de cada estrella
Copyright Gregorio Manzur. Depositado en la SCAM Derechos reservados.